Necesitamos desesperadamente que nos cuenten historias. Tanto como el comer, porque nos ayudan a organizar la realidad e iluminan el caos de nuestras vidas.
Paul Auster
Las historias están allí para quien quiera verlas o quizá para quien pueda verlas. Suelen esconderse en los asientos del bus disfrazadas de señoras que hablan por celular o de una madre que intenta explicarle el mundo a sus hijos.
Suelen quedar impregnadas en el cemento fresco para que un par de años más tardes alguien al pasar se pregunte ¿quién habrá dejado sus huellas allí? ¿habrá sido un accidente? ¿Fue a propósito? Y si alguien tiene demasiado tiempo puede elaborar complejas teorías al respecto.
Están las historias que se enredan en la mirada de algún anciano que observa al mundo con ojos agotados de quien ha visto tanto y sabe que aun no ha visto nada y está también la mirada irreverente de los muchachos que creen saberlo todo sin haber vivido nada.
Se ocultan, apenas, en el mal humor de la cajera que nos atiende con una mueca y uno puede solo suponer cuales serán los problemas que la aquejan o si, quizá, sea una de esas personas permanentemente mal humoradas. Y suelen asomarse muy seguido en la sonrisa de los niños que sonríen al obtener cualquier baratija que atesoran cual un tesoro.
En los suspiros del chico enamorado que contempla a la chica que sabe nunca podrá tener o las risas desternilladas de los amigos. Las historias están en todos lados y de vez en cuando me gusta detenerme a olerlas, mordisquearlas o saborearlas.
En conclusión (y solo porque debe haber alguna) las mejores historias se encuentran cuando despegamos los ojos de la pantalla o de los libros.
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