Mientras leía un artículo publicado en El País acerca de la revolución iraní de 1979, titulado "De la revolución sólo queda el desencanto", pensé que tal vez Irán no sea tan diferente de El Salvador después de todo. Claro, las diferencias políticas, religiosas y culturales son abismales, pero no pude evitar comparar esa revolución que logró derrocar al Sha y establecer la República Islámica de Irán y lo que tal vez pudo haber pasado en El Salvador de haber triunfado la revolución que buscaba la instauración de un sistema capaz de acabar con las desigualdades económicas y sociales.
No se logró implementar el socialismo, pero la izquierda combatiente fue admitida dentro del espectro político del país, pudiendo técnicamente llegar al poder en elecciones libres. Muchas cosas cambiaron para bien desde los tiempos de dictaduras militares, pero las condiciones que llevaron a la guerra civil persisten: pobreza, marginación social, una injusta distribución de la riqueza... En Irán aparentemente es parecido: aunque la brecha entre ricos y pobres parece haberse reducido desde los tiempos del sha hasta hoy, y pese a ser el cuarto exportador de petróleo del mundo, la pobreza se mantiene. Y de repente se vino el desencanto.
Aprendimos a acostumbrarnos que estar así es parte de nuestro destino, y que no vale la pena pensar en luchar por nosotros y por los demás, porque de todas maneras el resultado es el mismo: volver al principio, quizás igual, quizá peor que antes. Hoy apenas nos conformamos con votar, y aunque nos desagrade de vez en cuando, tal vez el pagar impuestos nos hace sentirnos un poco más responsables de elegir a los que gobiernan.
Es irónico que toda revolución surgida en la historia ha apelado al espíritu y la necesidad de cohesión de la colectividad afectada, que alcancen la cúspide de la desesperación y decidan alzarse. La mayor parte de veces no ha funcionado, y cuando ha sucedido, ha sido por un tiempo breve. Demasiado breve. Se logra el cambio primordial -derrocar al rey o gobernante de turno-, y se acabó el asunto. Por desgracia vienen otros que, una vez en el poder, hacen todo tipo de desfalcos. Y lo que es peor, les dejamos hacer.
Así que la revolución que ha logrado esa "unidad" tan ansiada -en este caso más bien uniformidad- es la del desencanto. Somos muchos, demasiados, los que estamos de acuerdo, y vivimos así. Nos quejamos de la crisis, de la falta de dinero y empleo, mientras los partidos en el poder siguen haciendo de las suyas, y nosotros creyendo que nada más con votar vamos a cambiar las cosas. Votar es importantísimo, pero no es todo. Así como una golondrina no hace verano, construir una democracia va mucho más allá de tener elecciones libres.
No se logró implementar el socialismo, pero la izquierda combatiente fue admitida dentro del espectro político del país, pudiendo técnicamente llegar al poder en elecciones libres. Muchas cosas cambiaron para bien desde los tiempos de dictaduras militares, pero las condiciones que llevaron a la guerra civil persisten: pobreza, marginación social, una injusta distribución de la riqueza... En Irán aparentemente es parecido: aunque la brecha entre ricos y pobres parece haberse reducido desde los tiempos del sha hasta hoy, y pese a ser el cuarto exportador de petróleo del mundo, la pobreza se mantiene. Y de repente se vino el desencanto.
Aprendimos a acostumbrarnos que estar así es parte de nuestro destino, y que no vale la pena pensar en luchar por nosotros y por los demás, porque de todas maneras el resultado es el mismo: volver al principio, quizás igual, quizá peor que antes. Hoy apenas nos conformamos con votar, y aunque nos desagrade de vez en cuando, tal vez el pagar impuestos nos hace sentirnos un poco más responsables de elegir a los que gobiernan.
Es irónico que toda revolución surgida en la historia ha apelado al espíritu y la necesidad de cohesión de la colectividad afectada, que alcancen la cúspide de la desesperación y decidan alzarse. La mayor parte de veces no ha funcionado, y cuando ha sucedido, ha sido por un tiempo breve. Demasiado breve. Se logra el cambio primordial -derrocar al rey o gobernante de turno-, y se acabó el asunto. Por desgracia vienen otros que, una vez en el poder, hacen todo tipo de desfalcos. Y lo que es peor, les dejamos hacer.
Así que la revolución que ha logrado esa "unidad" tan ansiada -en este caso más bien uniformidad- es la del desencanto. Somos muchos, demasiados, los que estamos de acuerdo, y vivimos así. Nos quejamos de la crisis, de la falta de dinero y empleo, mientras los partidos en el poder siguen haciendo de las suyas, y nosotros creyendo que nada más con votar vamos a cambiar las cosas. Votar es importantísimo, pero no es todo. Así como una golondrina no hace verano, construir una democracia va mucho más allá de tener elecciones libres.