Quedan pocos días para que terminen las Olimpiadas de Beijing (o Pekín) 2008. ¡Vivimos momentos emocionantes! Siempre me he cuestionado la manera en la que las personas paralizamos toda actividad para mirar un evento deportivo. Las Olimpiadas no fueron la excepción, y es así como el viernes 15 de agosto, todo el Ecuador se paralizó para observar la carrera de marcha en la que competía nuestro héroe nacional, Jefferson Pérez. Este llegó a ser el personaje más ilustre de mi país en la última década, nuestro único medallista olímpico, el que nos dio más oro y más satisfacciones que ningún otro.
En las Olimpiadas de Atlanta de 1996, nuestro héroe ganó la medalla de oro en un deporte que ni siquiera sabíamos que existía: marcha. Nadie daba un arroz por un país como Ecuador, en nada... Es más, para el momento de la premiación ni siquiera tenían preparado el Himno Nacional, ¡quién lo hubiera pensado! Jefferson Pérez nos enseñó que los ecuatorianos podemos sorprender al mundo. Eso nos dio identidad como pueblo e hizo que nos demos cuenta del valor y del potencial que tenemos.
Estas Olimpiadas eran la despedida oficial del mejor deportista que el Ecuador ha tenido, y todos esperábamos otra medalla de oro. Nadie pensó jamás que observar la carrera de 20 km en marcha pudiera ser tan emocionante. Jefferson despuntaba, luego se perdía entre la multitud, más adelante estaba tercero, para ocupar el séptimo lugar después de 20 segundos. Al fin, Jefferson no nos defraudó, dejó atrás a los favoritos y se posicionó en el primer lugar hasta que... bueno, hasta que un ruso 14 años más joven, mucho más alto y con unas zancadas increíbles logró tomar una ventaja de nada menos que 14 segundos. Solamente ganamos la medalla de plata. ¡Qué decepción!
Debían ver la expresión de nuestros rostros... Parecía como si Jefferson hubiese llegado en último lugar, como si hubiese sido descalificado por faltas, o como si se hubiese rendido a la mitad. Por fin, alguien dijo por ahí: "Chicos, ¡la medalla de plata no está mal!" Y tiene razón, pero...
Me puse a analizar nuevamente el comportamiento humano (es uno de mis pasatiempos). Nos encantan los primeros lugares, todo lo demás decepciona. En nuestro corazón anida la envidia, "sí, plata está bien, pero queríamos el oro". Estas olimpiadas, los ecuatorianos no sentimos identidad como pueblo, ya no sentimos que valemos... "es que no fue medalla de oro". Nos falta contentamiento (ojo, esto no es resignación) con las cosas buenas que tenemos.
Me pregunto, ¿nos comportamos de la misma manera con Dios? La respuesta sonó en mi cabeza, es un rotundo sí. En lugar de sentirnos afortunados por todas las bendiciones que recibimos de Él, le reclamamos porque no nos ha dado tal o cual cosa, que el otro sí tiene. Nuestra iglesia ha crecido, sí, gracias Señor, pero la de pastor Fulano creció más, necesito conocer su estrategia (aunque no sea bíblica). Yo tengo estos dones, pero quiero el don que tiene mi hermano... En fin, la lista es larga.
¿Por qué no podemos tener un corazón contento y agradecido para con Dios? Creo que es porque pensamos que nuestro valor e identidad se basan en nuestros logros y posesiones, en lugar de cimentarse en el amor de Dios y la obra de Cristo. Las Olimpiadas de Beijing 2008 me hicieron dar cuenta de eso.
En las Olimpiadas de Atlanta de 1996, nuestro héroe ganó la medalla de oro en un deporte que ni siquiera sabíamos que existía: marcha. Nadie daba un arroz por un país como Ecuador, en nada... Es más, para el momento de la premiación ni siquiera tenían preparado el Himno Nacional, ¡quién lo hubiera pensado! Jefferson Pérez nos enseñó que los ecuatorianos podemos sorprender al mundo. Eso nos dio identidad como pueblo e hizo que nos demos cuenta del valor y del potencial que tenemos.
Estas Olimpiadas eran la despedida oficial del mejor deportista que el Ecuador ha tenido, y todos esperábamos otra medalla de oro. Nadie pensó jamás que observar la carrera de 20 km en marcha pudiera ser tan emocionante. Jefferson despuntaba, luego se perdía entre la multitud, más adelante estaba tercero, para ocupar el séptimo lugar después de 20 segundos. Al fin, Jefferson no nos defraudó, dejó atrás a los favoritos y se posicionó en el primer lugar hasta que... bueno, hasta que un ruso 14 años más joven, mucho más alto y con unas zancadas increíbles logró tomar una ventaja de nada menos que 14 segundos. Solamente ganamos la medalla de plata. ¡Qué decepción!
Debían ver la expresión de nuestros rostros... Parecía como si Jefferson hubiese llegado en último lugar, como si hubiese sido descalificado por faltas, o como si se hubiese rendido a la mitad. Por fin, alguien dijo por ahí: "Chicos, ¡la medalla de plata no está mal!" Y tiene razón, pero...
Me puse a analizar nuevamente el comportamiento humano (es uno de mis pasatiempos). Nos encantan los primeros lugares, todo lo demás decepciona. En nuestro corazón anida la envidia, "sí, plata está bien, pero queríamos el oro". Estas olimpiadas, los ecuatorianos no sentimos identidad como pueblo, ya no sentimos que valemos... "es que no fue medalla de oro". Nos falta contentamiento (ojo, esto no es resignación) con las cosas buenas que tenemos.
Me pregunto, ¿nos comportamos de la misma manera con Dios? La respuesta sonó en mi cabeza, es un rotundo sí. En lugar de sentirnos afortunados por todas las bendiciones que recibimos de Él, le reclamamos porque no nos ha dado tal o cual cosa, que el otro sí tiene. Nuestra iglesia ha crecido, sí, gracias Señor, pero la de pastor Fulano creció más, necesito conocer su estrategia (aunque no sea bíblica). Yo tengo estos dones, pero quiero el don que tiene mi hermano... En fin, la lista es larga.
¿Por qué no podemos tener un corazón contento y agradecido para con Dios? Creo que es porque pensamos que nuestro valor e identidad se basan en nuestros logros y posesiones, en lugar de cimentarse en el amor de Dios y la obra de Cristo. Las Olimpiadas de Beijing 2008 me hicieron dar cuenta de eso.
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